A veces, un sutil gesto, el rostro de una persona conocida, el suave balanceo del viento o saber que la morriña juega malas pasadas, este atardecer tiñe de rojo las nubes mezclándose con el azul del cielo y el horizonte dándole un color anaranjado, todas esas cosas se mezclan con el verde del árbol frutal de la casa colindante y los suaves tonos que va tornando la fruta, ahora entre verde y naranja, hasta que maduren, y un naranja brillante asome entre sus ramas.
El aroma que desprende hace que recuerde el postre que en esta época normalmente hacia en Madrid hace muchos años, la navidad con mis hijos aun muy pequeños y la prometedora tarde que les habíamos propuesto, llenaban de impaciencia la tranquilidad de una sobremesa contagiándome.
No he querido nunca perderme sus expresiones, era maravilloso ver sus caritas al meterse un trocito de naranja a veces ácida, mezclado con los granos de una dulce y sabrosa granada mientras comentaban su entusiasta viaje por el metro, algo que yo odiaba, pero que para ellos era toda una aventura.
Nosotros vivíamos en el barrio de Hortaleza, y mi marido nos llevo hasta el barrio de Fuencarral desde junto con mi hermana, dos cuñadas, mi suegra y seis niños más saldríamos hacia los puestos de navidad que en estas fechas ponen en la Plaza Mayor, ocho impacientes pequeños y cinco adultos cargados de paciencia y controlando que no pasase nada.
El olor inconfundible de la grasa de los raíles del metro, el de la colonia de otras personas, el del sudor de trabajadores que regresaban a sus casas a descansar, y de algún que otro usuario que había bebido en alguna de esas fiestas improvisadas que dan las empresas en esta época, hacían que tuviésemos los cinco sentidos puestos en los niños, odio el metro.
Ya subiendo por las escaleras de la Puerta del Sol, comienzo a ver la famosa pastelería, La mallorquina, junto con las habituales vendedoras de lotería que abrigadas de pies a cabeza con sus rojas narices, supongo que del frío aunque los corajillos también ayudarían ha soportar dicho frío trataban de vender los últimos decimos para una lotería de ilusiones de esperanzas, que muy poca gente llega a sentir.
Cuando nos cercioramos que estábamos todos juntos, los niños no hacían mas que mirar el reloj que pocos días después verían por la televisión introduciéndonos en el año 1997, mientras una de mis cuñadas les informaba de como era el mecanismo yo me entretuve unos minutos mirando alrededor.
Quiero que ese pequeño recuerdo permanezca muchos años en mí, el bullicio de esas calles, los coches, las personas, un pequeño y maravilloso universo encerrado en la Puerta del Sol.
El mestizaje, turistas, matrimonios y amigos juntos cargados de compras, mendigos pidiendo alguna moneda, drogadictos buscando dinero para sus dosis, policías “vigilando” dicho bullicio, prostitutas y chaperos buscando clientes, amantes caminando deprisa, entrando en los hostales para pasar estar unas horas junto a su amor prohibido y mas gente que llevaban nuestro mismo destino, todos maravillados por el poder de las luces que adornaban las calles.
Comenzamos a andar hacia nuestro destino caminamos por la calle Mayor hacia la calle Esparteros, en un pequeño rincón el olor peculiar de leña y castañas, me hacia volver a mi niñez, los niños encantados ante la idea de poder comer algo calentito, miraban absortos como la castañera estando tan cerca de la lumbre no se quemaba y movía con gran maestría la paleta dándolas la vuelta de vez en cuando para que se dorasen, se agradecía un cucurucho de castañas recién hechas entre las manos, reconfortaba.
Ya en el arco que daba paso a la entrada de la plaza, dirigimos la mirada hacia ellos, las caritas fascinadas por el juego de luces, el jaleo, el canto de los villancicos sonando en la plaza, el olor peculiar de los abetos, hace cerrar los ojos adentrándose, quizás desconectando por unos segundos del alboroto, en un bosque frondoso e imaginas acompañando a esa tarde de fantasía que en cualquier momento saltara un hada y se posara delante de tus narices haciendo un gesto cómplice. Mientras los niños tiran de nuestras manos para ir a todos los puestos a la vez, los espumillones bailando por el aire de la plaza, las figurillas para los belenes, miles de bolas de colores brillantes, artículos de broma, mascaras de personajes famosos, o de monstruos, pelucas de brillantes colores.
Por fin y saliéndose con la suya, salimos de la plaza con los niños y sus mascaras de monstruos, varios spray de nieve artificial, las niñas con pelucas brillantes, su correspondiente corona de princesas y nosotros ya sin la paciencia que creo se nos perdió en algún lugar de esa bendita plaza.
Una “guerra”, nos hace sonreír por unos momentos. Varios “adultos” con spray de nieve recrean sus años perdidos aprovechando esta época, olvidando los problemas de un diario consabido y posiblemente no todo lo feliz que ellos quisiesen, o si, quién sabe…
Creo que estas fechas están destinadas a los recuerdos, gobernadas por la soledad y son amantes prohibidos de una vida diaria que tiene muy poquito de vida feliz y que aparentamos o disfrazamos aposta para tener una guinda dulce en el martíni al que casi siempre se le pone una amarga.
No me gusta la Navidad, pero logro disfrazarla.
Carmen
1 comentario:
No me gusta la navidad.
Tu relato estupendo.
Besos
anamorgana
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